Hace un mes que ella ya llegó de las Europas y al día
siguiente de su llegada quedamos de vernos, ahí estaba ella, con sus ojos
infinitos, con esa mirada que borra el tiempo, con esa sonrisa que transporta y
su cabello dorado como si fuera una alquimista que todo lo que toca lo
transforma en oro. Si, Ahí estaba ella frente a la calle y yo del otro lado
cubriéndome de la lluvia. Me palpitaba el alma, el abrazo como siempre fue
eterno, los corazones volvían a palpitar juntos, al mismo tiempo, como si
fueran uno después de un mes de ausencia. Caminamos hacia mi departamento,
saqué un reloj de mi bolsillo y lo puse en el suelo mientras llovía, le dije
que desde ese momento quería que juntos detuviéramos el tiempo y entre ambos
pisoteamos el reloj hasta romperlo, luego de eso lo puse dentro de una caja
negra y lo guarde. Los dos vasos con agua que dejamos el último día que nos
vimos antes de su partida seguían en mi mesa como un constante recuerdo de la
transparencia y la calma que existe entre los dos, tomé un vaso nuevo y le pedí
que tomara su vaso y que junto al mío lo vertiéramos sobre el vaso nuevo,
uniendo las aguas, juntando la transparencia y la calma en un nuevo lugar pero
ahora un lugar en común, unidos. Pasaron días maravillosos de compañía y
silencios hermosos, todo comenzaba a hacerse más cercano, intimo, lleno de
dudas calmadas que se respondían sin apuro, en medio de una tranquilidad que
nos hablaba más allá de lo aparente, sabíamos y sentíamos que no había prisa de
nada porque en las profundidades yacía la paz de algo o alguien que nos decía
“tranquilos, todo va bien”. Una noche irrumpí súbitamente en una ceremonia de
luna llena donde ella estaba, yo ya lo sabía y quise ir para darle una sorpresa
y así fue. La vi de lejos en un ejercicio donde debía acariciar a otra persona,
la miré tranquilamente, sin recelo a aquel hombre al que acariciaba, la vi con
profundo amor. Me escondí entre la gente y llegué a ella tocándola desde atrás,
la sorpresa funcionó y nos abrazamos, luego de eso compartimos juntos bailes,
meditaciones y ejercicios. Al día siguiente la invité a un paseo en moto, su
cumpleaños había sido esa semana y quise invitarla a almorzar a la pre
cordillera con vista al valle, ahí en un restaurant pedimos pastas. Esas pastas
que nos llevaron al primer beso. Sus fetuccinis la inspiraron a decirme “Mira,
como la dama y el vagabundo”, y yo sin titubear tomé un tallarín y me lo puse
en la boca ofreciéndole el otro extremo del mismo. Su sonrisa lo dijo todo,
ahí, tal como la película de Walt Disney acabaríamos con el profundo deseo que
había durante meses de besarnos. Todo por un tallarín, así ya podíamos estar
más relajados y disfrutar de la maravilla de perdernos en los labios. Desde
aquel día la magia continúa entre la poesía de nuestras palabras y silencios,
exploraciones interiores y espirituales compartidas, imaginaciones creativas en
una realidad que no atemoriza ser descubierta entre fotografías y sabanas que
nos escondían mientras todos festejaban la independencia de nuestro país. El
arte de ser un “somos” que nos acompaña hoy en un día a día jugando a ser un
poco más que uno sino que mientras estamos juntos hacemos un “nosotros” perdidos
en aquel tiempo detenido y en la transparencia de un agua que es ahora
compartida. Así, ahora mientras disfrutamos de esto que no nos interesa identificar
o clasificar, etiquetar ni demostrar seguimos en el arte interior que nos lleva
no se donde y quizá bien poco nos importa, mientras tanto… somos.
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