El templo estaba como siempre, en paz. Era aquel momento de
las estaciones donde la transición generaba electricidad en el aire, la mezcla
de colores y los aromas estaban en todas partes generando un ambiente de profunda tranquilidad.
El arrollo a un lado del templo seguía sonando como siempre lo había hecho,
como una suerte de maestro constante que sin cansarse enseña lo esencial de la
fluidez. Los cerezos comenzaban a florecer regalando sus livianas hojas blancas
al viento y el verde de la montaña se hacía cada vez más intenso. El discípulo era
nuevo, llevaba un par de semanas en el templo y el maestro sólo le había pronunciado
una palabra para su bienvenida; “Silencio”. De esa forma el discípulo
obedeció tomando la única palabra del maestro como una orden sagrada. De las dos
semanas ahí el discípulo se limitó simplemente a disfrutar del silencio del
templo haciendo los quehaceres regulares mientras el maestro escribía, meditaba
y de vez en cuando jugaba con el gato tuerto que siempre dormía a los pies de
una estatua de un Buda. Al pasar el tiempo el discípulo comenzó a sentirse algo
incomodo de tanto silencio y las dudas empezaron a aflorar en medio de tanta
tranquilidad. Un día al terminar de tomar el té junto a su maestro el discípulo
lo miró con la intención de hacerle saber que tenía una pregunta. El maestro antes
de que el discípulo pudiera preguntar se puso de pié, fue en busca de un saco,
echó un par de cosas y volvió donde el discípulo, ahí le hizo una reverencia y
se fue del templo. El discípulo sorprendido sin haber podido hacer su pregunta
vio como el maestro se alejaba por el bosque. El gato, seguía durmiendo a los
pies del Buda.
@Andreas_von
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